lunes, 21 de marzo de 2011

AFECTADO

Mi hija se encuentra inmersa en la turbulencia de los dieciséis años.

Recientemente, tras unos días en que no se sentía bien, supo que su mejor amiga no

tardaría en mudarse. Además, en la escuela no le iba tan bien como ella había

esperado, ni como lo habíamos esperado su madre y yo. Hecha un ovillo en la cama,

desprendía tristeza a través del montón de mantas con que se cubría, en busca de

consuelo. Por más que yo quisiera acercarme a ella, para rescatarla de todas las

desdichas que se habían adueñado de su joven espíritu, e incluso dándome cuenta de lo

mucho que me importaba y de cuánto deseaba ayudarle, sabía también lo aconsejable que

era proceder con cautela.

En mi condición de terapeuta familiar, y principalmente gracias al testimonio de

clientes a quienes un abuso sexual ha destrozado la vida, estoy al tanto del riesgo

implícito en las expresiones de intimidad entre padres e hijas cuando son

inadecuadas. Además tengo conciencia de la facilidad con que es posible sexualizar el

afecto y la proximidad, especialmente en el caso de hombres para quienes el dominio

emocional es territorio extranjero y confunden cualquier expresión de afecto con una

invitación sexual.

Era tan fácil tenerla en brazos y consolarla cuando tenía dos o tres años, e incluso

siete; pero ahora tenía la impresión de que su cuerpo, nuestra sociedad y mi

condición masculina conspiraban contra mi deseo de consolar a mi hija, y me

preguntaba cómo podía hacerlo sin dejar de respetar las necesarias fronteras entre un

padre y una hija adolescente. Zanjé la cuestión ofreciéndole unas fricciones en la

espalda, que ella aceptó.

Suavemente empecé a masajear su espalda huesuda y sus hombros tensos, mientras me

disculpaba por mi reciente ausencia. Le expliqué que acababa de participar en las

finales del campeonato internacional de masajes de espalda, donde me había

clasificado en cuarto lugar. Le aseguré que es difícil superar los masajes que puede

dar un padre preocupado, especialmente si además de estar preocupado tiene una alta

puntuación mundial en esa especialidad. Y le fui contando detalles de la competición

y de los demás participantes mientras, a base de dedos y manos, procuraba relajar sus

músculos contraídos y aflojar las tensiones que trababan su joven vida.


Le hablé del arrugado viejecillo asiático que había quedado en tercer lugar, antes de

mí, en la serie de pruebas. Tras haber estudiado acupuntura y digito puntura durante

toda la vida, podía concentrar su energía en los dedos, gracias a lo cual elevaba los

masajes de espalda a la categoría de arte.

—Pulsaba y presionaba con la precisión de un prestidigitador —expliqué, mientras le

hacía a mi hija una demostración de lo que había aprendido de aquel anciano. En

respuesta, ella gimió, aunque yo no estaba seguro de si lo hacía contestando a mi

discurso o a mi técnica de digito puntura. Después le hablé de la mujer que se había

clasificado segunda. Era turca y desde su infancia había practicado el arte de la

danza del vientre, de manera que podía imprimir a los músculos un movimiento

particularmente ondulante y fluido. Al masajear una espalda sus dedos despertaban en

los músculos fatigados y en el cuerpo debilitado la necesidad urgente de vibrar, de

estremecerse y danzar.

—Dejaba que los dedos caminaran para que los músculos los siguieran — expliqué

mientras le hacía la demostración.

—Fantástico —fue apenas un murmullo que emergía débilmente de un rostro sepultado en

la almohada. ¿Se referiría a mis palabras o a mi toque profesional?

Después me limité a frotarle la espalda, y los dos nos quedamos en silencio.

Pasado un momento, me preguntó:

—Entonces, ¿quién quedó en primer lugar?

—Eso sí que no te lo creerás —respondí—. ¡Un bebé!

Y le expliqué cómo el tacto blando de un infante al explorar un mundo de la piel y

las sensaciones, no se puede comparar con ningún otro tacto en el mundo. Más suave

que la suavidad misma. Impredecible, tierno en su exploración. Unas manos diminutas

que decían más de lo que jamás serán capaces de expresar las palabras. De la

pertenencia, de la confianza, del amor inocente. Y entonces, tierna y suavemente, la

toqué como había aprendido del bebé. En ese momento recordé vívidamente su propia

infancia... lo que era tenerla en brazos, mecerla, observar cómo se iba aventurando,

a tientas, en su propio mundo.

Y me di cuenta de que, en realidad, era ella la niña, el bebé que me había enseñado

el tacto de un niño.

Tras un rato más de fricción lenta, suave, silenciosa, le dije que me sentía muy

contento por haber aprendido tanto de los expertos mundiales en masajes de espalda.

Le expliqué cómo me había convertido en un masajista de espalda aún mejor gracias a

una hija de dieciséis años que, dolorosamente, iba asumiendo su edad adulta. En

silencio ofrecí una plegaria de agradecimiento porque una vida así hubiera sido

confiada a mis manos, por haber recibido la bendición y el milagro de tocarla.




Víctor Nelson

1 comentario:

  1. hey pasate por mi blog!!!

    plisss

    http://es-nuestro-destino.blogspot.com/

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