El amor es sufrido y considerado, nunca es celoso;
El amor nunca es jactancioso o engreído, nunca es grosero o egoísta, nunca se ofende ni es resentido;
El amor no haya placer en los pecados de los demás, y se deleita en la verdad, siempre está dispuesto a excusar, confiar, esperar y soportar todo lo que venga;
El amor nunca deja de ser amor.
ICor 13:4,8

martes, 20 de septiembre de 2011
jueves, 2 de junio de 2011
DE UNO EN UNO
En una puesta de sol, un amigo nuestro iba caminando por una desierta playa mexicana.
Mientras andaba empezó a ver que, en la distancia, otro hombre se acercaba. A medida
que avanzaba, advirtió que era un nativo y que iba inclinándose para recoger algo que
luego arrojaba al agua. Una y otra vez arrojaba con fuerza esas cosas al océano.
Al aproximarse más, nuestro amigo observó que el hombre estaba recogiendo estrellas
de mar que la marea había dejado en la playa y que, una por una, volvía a arrojar al
agua.
Intrigado, el paseante se aproximó al hombre para saludarlo:
—Buenas tardes, amigo. Venía preguntándome qué es lo que hace.
—Estoy devolviendo estrellas de mar al océano. Ahora la marea está baja y ha dejado
sobre la playa todas estas estrellas de mar. Si yo no las devuelvo al mar se morirán
por falta de oxígeno.
—Ya entiendo —replicó mi amigo—, pero sobre esta playa debe de haber miles de
estrellas de mar. Son demasiadas, simplemente. Y lo más probable es que esto esté
sucediendo en centenares de playas a lo largo de esta costa. ¿No se da cuenta de que
es imposible que lo que usted puede hacer sea de verdad importante?
El nativo sonrió, se inclinó a recoger otra estrella de mar y, mientras volvía a
arrojarla al mar, contestó:
—¡Para ésta si que es importante!
Jack Canfield y Mark V. Hansen
*****************************************************
lo siento por no haberme demorado tanto... pro no he tenido tiempo pero ya acabo clases y publicare mas seguido
bss
Mientras andaba empezó a ver que, en la distancia, otro hombre se acercaba. A medida
que avanzaba, advirtió que era un nativo y que iba inclinándose para recoger algo que
luego arrojaba al agua. Una y otra vez arrojaba con fuerza esas cosas al océano.
Al aproximarse más, nuestro amigo observó que el hombre estaba recogiendo estrellas
de mar que la marea había dejado en la playa y que, una por una, volvía a arrojar al
agua.
Intrigado, el paseante se aproximó al hombre para saludarlo:
—Buenas tardes, amigo. Venía preguntándome qué es lo que hace.
—Estoy devolviendo estrellas de mar al océano. Ahora la marea está baja y ha dejado
sobre la playa todas estas estrellas de mar. Si yo no las devuelvo al mar se morirán
por falta de oxígeno.
—Ya entiendo —replicó mi amigo—, pero sobre esta playa debe de haber miles de
estrellas de mar. Son demasiadas, simplemente. Y lo más probable es que esto esté
sucediendo en centenares de playas a lo largo de esta costa. ¿No se da cuenta de que
es imposible que lo que usted puede hacer sea de verdad importante?
El nativo sonrió, se inclinó a recoger otra estrella de mar y, mientras volvía a
arrojarla al mar, contestó:
—¡Para ésta si que es importante!
Jack Canfield y Mark V. Hansen
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lo siento por no haberme demorado tanto... pro no he tenido tiempo pero ya acabo clases y publicare mas seguido
bss
lunes, 21 de marzo de 2011
AFECTADO
Mi hija se encuentra inmersa en la turbulencia de los dieciséis años.
Recientemente, tras unos días en que no se sentía bien, supo que su mejor amiga no
tardaría en mudarse. Además, en la escuela no le iba tan bien como ella había
esperado, ni como lo habíamos esperado su madre y yo. Hecha un ovillo en la cama,
desprendía tristeza a través del montón de mantas con que se cubría, en busca de
consuelo. Por más que yo quisiera acercarme a ella, para rescatarla de todas las
desdichas que se habían adueñado de su joven espíritu, e incluso dándome cuenta de lo
mucho que me importaba y de cuánto deseaba ayudarle, sabía también lo aconsejable que
era proceder con cautela.
En mi condición de terapeuta familiar, y principalmente gracias al testimonio de
clientes a quienes un abuso sexual ha destrozado la vida, estoy al tanto del riesgo
implícito en las expresiones de intimidad entre padres e hijas cuando son
inadecuadas. Además tengo conciencia de la facilidad con que es posible sexualizar el
afecto y la proximidad, especialmente en el caso de hombres para quienes el dominio
emocional es territorio extranjero y confunden cualquier expresión de afecto con una
invitación sexual.
Era tan fácil tenerla en brazos y consolarla cuando tenía dos o tres años, e incluso
siete; pero ahora tenía la impresión de que su cuerpo, nuestra sociedad y mi
condición masculina conspiraban contra mi deseo de consolar a mi hija, y me
preguntaba cómo podía hacerlo sin dejar de respetar las necesarias fronteras entre un
padre y una hija adolescente. Zanjé la cuestión ofreciéndole unas fricciones en la
espalda, que ella aceptó.
Suavemente empecé a masajear su espalda huesuda y sus hombros tensos, mientras me
disculpaba por mi reciente ausencia. Le expliqué que acababa de participar en las
finales del campeonato internacional de masajes de espalda, donde me había
clasificado en cuarto lugar. Le aseguré que es difícil superar los masajes que puede
dar un padre preocupado, especialmente si además de estar preocupado tiene una alta
puntuación mundial en esa especialidad. Y le fui contando detalles de la competición
y de los demás participantes mientras, a base de dedos y manos, procuraba relajar sus
músculos contraídos y aflojar las tensiones que trababan su joven vida.
Le hablé del arrugado viejecillo asiático que había quedado en tercer lugar, antes de
mí, en la serie de pruebas. Tras haber estudiado acupuntura y digito puntura durante
toda la vida, podía concentrar su energía en los dedos, gracias a lo cual elevaba los
masajes de espalda a la categoría de arte.
—Pulsaba y presionaba con la precisión de un prestidigitador —expliqué, mientras le
hacía a mi hija una demostración de lo que había aprendido de aquel anciano. En
respuesta, ella gimió, aunque yo no estaba seguro de si lo hacía contestando a mi
discurso o a mi técnica de digito puntura. Después le hablé de la mujer que se había
clasificado segunda. Era turca y desde su infancia había practicado el arte de la
danza del vientre, de manera que podía imprimir a los músculos un movimiento
particularmente ondulante y fluido. Al masajear una espalda sus dedos despertaban en
los músculos fatigados y en el cuerpo debilitado la necesidad urgente de vibrar, de
estremecerse y danzar.
—Dejaba que los dedos caminaran para que los músculos los siguieran — expliqué
mientras le hacía la demostración.
—Fantástico —fue apenas un murmullo que emergía débilmente de un rostro sepultado en
la almohada. ¿Se referiría a mis palabras o a mi toque profesional?
Después me limité a frotarle la espalda, y los dos nos quedamos en silencio.
Pasado un momento, me preguntó:
—Entonces, ¿quién quedó en primer lugar?
—Eso sí que no te lo creerás —respondí—. ¡Un bebé!
Y le expliqué cómo el tacto blando de un infante al explorar un mundo de la piel y
las sensaciones, no se puede comparar con ningún otro tacto en el mundo. Más suave
que la suavidad misma. Impredecible, tierno en su exploración. Unas manos diminutas
que decían más de lo que jamás serán capaces de expresar las palabras. De la
pertenencia, de la confianza, del amor inocente. Y entonces, tierna y suavemente, la
toqué como había aprendido del bebé. En ese momento recordé vívidamente su propia
infancia... lo que era tenerla en brazos, mecerla, observar cómo se iba aventurando,
a tientas, en su propio mundo.
Y me di cuenta de que, en realidad, era ella la niña, el bebé que me había enseñado
el tacto de un niño.
Tras un rato más de fricción lenta, suave, silenciosa, le dije que me sentía muy
contento por haber aprendido tanto de los expertos mundiales en masajes de espalda.
Le expliqué cómo me había convertido en un masajista de espalda aún mejor gracias a
una hija de dieciséis años que, dolorosamente, iba asumiendo su edad adulta. En
silencio ofrecí una plegaria de agradecimiento porque una vida así hubiera sido
confiada a mis manos, por haber recibido la bendición y el milagro de tocarla.
Víctor Nelson
Recientemente, tras unos días en que no se sentía bien, supo que su mejor amiga no
tardaría en mudarse. Además, en la escuela no le iba tan bien como ella había
esperado, ni como lo habíamos esperado su madre y yo. Hecha un ovillo en la cama,
desprendía tristeza a través del montón de mantas con que se cubría, en busca de
consuelo. Por más que yo quisiera acercarme a ella, para rescatarla de todas las
desdichas que se habían adueñado de su joven espíritu, e incluso dándome cuenta de lo
mucho que me importaba y de cuánto deseaba ayudarle, sabía también lo aconsejable que
era proceder con cautela.
En mi condición de terapeuta familiar, y principalmente gracias al testimonio de
clientes a quienes un abuso sexual ha destrozado la vida, estoy al tanto del riesgo
implícito en las expresiones de intimidad entre padres e hijas cuando son
inadecuadas. Además tengo conciencia de la facilidad con que es posible sexualizar el
afecto y la proximidad, especialmente en el caso de hombres para quienes el dominio
emocional es territorio extranjero y confunden cualquier expresión de afecto con una
invitación sexual.
Era tan fácil tenerla en brazos y consolarla cuando tenía dos o tres años, e incluso
siete; pero ahora tenía la impresión de que su cuerpo, nuestra sociedad y mi
condición masculina conspiraban contra mi deseo de consolar a mi hija, y me
preguntaba cómo podía hacerlo sin dejar de respetar las necesarias fronteras entre un
padre y una hija adolescente. Zanjé la cuestión ofreciéndole unas fricciones en la
espalda, que ella aceptó.
Suavemente empecé a masajear su espalda huesuda y sus hombros tensos, mientras me
disculpaba por mi reciente ausencia. Le expliqué que acababa de participar en las
finales del campeonato internacional de masajes de espalda, donde me había
clasificado en cuarto lugar. Le aseguré que es difícil superar los masajes que puede
dar un padre preocupado, especialmente si además de estar preocupado tiene una alta
puntuación mundial en esa especialidad. Y le fui contando detalles de la competición
y de los demás participantes mientras, a base de dedos y manos, procuraba relajar sus
músculos contraídos y aflojar las tensiones que trababan su joven vida.
Le hablé del arrugado viejecillo asiático que había quedado en tercer lugar, antes de
mí, en la serie de pruebas. Tras haber estudiado acupuntura y digito puntura durante
toda la vida, podía concentrar su energía en los dedos, gracias a lo cual elevaba los
masajes de espalda a la categoría de arte.
—Pulsaba y presionaba con la precisión de un prestidigitador —expliqué, mientras le
hacía a mi hija una demostración de lo que había aprendido de aquel anciano. En
respuesta, ella gimió, aunque yo no estaba seguro de si lo hacía contestando a mi
discurso o a mi técnica de digito puntura. Después le hablé de la mujer que se había
clasificado segunda. Era turca y desde su infancia había practicado el arte de la
danza del vientre, de manera que podía imprimir a los músculos un movimiento
particularmente ondulante y fluido. Al masajear una espalda sus dedos despertaban en
los músculos fatigados y en el cuerpo debilitado la necesidad urgente de vibrar, de
estremecerse y danzar.
—Dejaba que los dedos caminaran para que los músculos los siguieran — expliqué
mientras le hacía la demostración.
—Fantástico —fue apenas un murmullo que emergía débilmente de un rostro sepultado en
la almohada. ¿Se referiría a mis palabras o a mi toque profesional?
Después me limité a frotarle la espalda, y los dos nos quedamos en silencio.
Pasado un momento, me preguntó:
—Entonces, ¿quién quedó en primer lugar?
—Eso sí que no te lo creerás —respondí—. ¡Un bebé!
Y le expliqué cómo el tacto blando de un infante al explorar un mundo de la piel y
las sensaciones, no se puede comparar con ningún otro tacto en el mundo. Más suave
que la suavidad misma. Impredecible, tierno en su exploración. Unas manos diminutas
que decían más de lo que jamás serán capaces de expresar las palabras. De la
pertenencia, de la confianza, del amor inocente. Y entonces, tierna y suavemente, la
toqué como había aprendido del bebé. En ese momento recordé vívidamente su propia
infancia... lo que era tenerla en brazos, mecerla, observar cómo se iba aventurando,
a tientas, en su propio mundo.
Y me di cuenta de que, en realidad, era ella la niña, el bebé que me había enseñado
el tacto de un niño.
Tras un rato más de fricción lenta, suave, silenciosa, le dije que me sentía muy
contento por haber aprendido tanto de los expertos mundiales en masajes de espalda.
Le expliqué cómo me había convertido en un masajista de espalda aún mejor gracias a
una hija de dieciséis años que, dolorosamente, iba asumiendo su edad adulta. En
silencio ofrecí una plegaria de agradecimiento porque una vida así hubiera sido
confiada a mis manos, por haber recibido la bendición y el milagro de tocarla.
Víctor Nelson
LA CANCIÓN DEL CORAZÓN
Había una vez un hombre que se casó con la mujer de sus sueños. Con su amor, ambos
crearon una niñita, una pequeña radiante y alegre, a quien el gran hombre amaba
mucho.
Cuando ella era muy pequeña, él solía levantarla, entonaba una melodía y bailaba con
ella por la habitación, diciéndole:
—Te amo, mi niña.
La niñita fue creciendo, y el hombre la abrazaba y le decía:
—Te amo, mi niña.
Ella se enfurruñaba y decía:
—Ya no soy una niña.
Entonces el hombre se reía, diciendo:
—Para mí, tú siempre serás mi niña.
La niña, que ya no era una niña, se fue de casa para descubrir el ancho mundo. A
medida que se conocía mejor a sí misma, conocía mejor al hombre.
Entendía que él era verdaderamente grande y fuerte, porque ahora reconocía sus
virtudes. Una de ellas era la capacidad para expresar su amor a su familia.
No importaba dónde estuviera ella en el mundo; él la llamaba para decirle: «Te amo,
mi niña».
Llegó un día en que la niña, que ya no era una niña, recibió una llamada telefónica.
El gran hombre estaba enfermo. Le dijeron que había tenido un ataque y estaba
afásico. Ya no podía hablar y no estaban seguros de que entendiera lo que se le
decía. Ya no podía sonreír, ni reír, ni andar, abrazar, bailar ni expresarle su amor
a la niña, que ya no era una niña.
Entonces regresó al lado del gran hombre. Cuando entró en la habitación y lo vio, le
pareció pequeño y nada fuerte. Él la miró e intentó hablar, pero no pudo.
La niñita hizo lo único que podía hacer. Se tendió en la cama, junto al gran hombre.
Las lágrimas brotaban de los ojos de ambos, y ella abrazó sus hombros paralizados.
Con la cabeza apoyada en el pecho del enfermo, ella pensó en muchas cosas. Se acordó
de los momentos maravillosos que habían pasado juntos y de cómo siempre se había
sentido protegida y amada por el gran hombre. Sentía dolor por la pérdida que habría
de soportar, por las palabras de amor que la habían reconfortado.
Y entonces oyó, en el pecho de él, el latido del corazón. El corazón donde habían
vivido siempre la música y las palabras. El corazón seguía latiendo tercamente,
despreocupado del daño que sufría el resto del cuerpo. Y mientras ella descansaba, se
produjo un momento mágico. Ella oyó lo que necesitaba oír.
El corazón iba latiendo las palabras que la boca ya no podía pronunciar...
Te amo, mi niña.
Te amo, mi niña.
Te amo, mi niña...
Y se sintió consolada.
Patty Hansen
crearon una niñita, una pequeña radiante y alegre, a quien el gran hombre amaba
mucho.
Cuando ella era muy pequeña, él solía levantarla, entonaba una melodía y bailaba con
ella por la habitación, diciéndole:
—Te amo, mi niña.
La niñita fue creciendo, y el hombre la abrazaba y le decía:
—Te amo, mi niña.
Ella se enfurruñaba y decía:
—Ya no soy una niña.
Entonces el hombre se reía, diciendo:
—Para mí, tú siempre serás mi niña.
La niña, que ya no era una niña, se fue de casa para descubrir el ancho mundo. A
medida que se conocía mejor a sí misma, conocía mejor al hombre.
Entendía que él era verdaderamente grande y fuerte, porque ahora reconocía sus
virtudes. Una de ellas era la capacidad para expresar su amor a su familia.
No importaba dónde estuviera ella en el mundo; él la llamaba para decirle: «Te amo,
mi niña».
Llegó un día en que la niña, que ya no era una niña, recibió una llamada telefónica.
El gran hombre estaba enfermo. Le dijeron que había tenido un ataque y estaba
afásico. Ya no podía hablar y no estaban seguros de que entendiera lo que se le
decía. Ya no podía sonreír, ni reír, ni andar, abrazar, bailar ni expresarle su amor
a la niña, que ya no era una niña.
Entonces regresó al lado del gran hombre. Cuando entró en la habitación y lo vio, le
pareció pequeño y nada fuerte. Él la miró e intentó hablar, pero no pudo.
La niñita hizo lo único que podía hacer. Se tendió en la cama, junto al gran hombre.
Las lágrimas brotaban de los ojos de ambos, y ella abrazó sus hombros paralizados.
Con la cabeza apoyada en el pecho del enfermo, ella pensó en muchas cosas. Se acordó
de los momentos maravillosos que habían pasado juntos y de cómo siempre se había
sentido protegida y amada por el gran hombre. Sentía dolor por la pérdida que habría
de soportar, por las palabras de amor que la habían reconfortado.
Y entonces oyó, en el pecho de él, el latido del corazón. El corazón donde habían
vivido siempre la música y las palabras. El corazón seguía latiendo tercamente,
despreocupado del daño que sufría el resto del cuerpo. Y mientras ella descansaba, se
produjo un momento mágico. Ella oyó lo que necesitaba oír.
El corazón iba latiendo las palabras que la boca ya no podía pronunciar...
Te amo, mi niña.
Te amo, mi niña.
Te amo, mi niña...
Y se sintió consolada.
Patty Hansen
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